El último éxito de Netflix nos enseña una religión entendida no como una brújula que ayuda a cada persona a encontrar su propio camino en libertad, sino como un conjunto de reglas que regulan la vida entera de sus fieles hasta en sus más nimios detalles.
Por: Luis Suárez Mariño
«La libertad positiva implica que el desarrollo y realización de la individualidad constituyen un fin que no puede ser nunca subordinado a propósitos a los que se atribuye una finalidad mejor». Erich Fromm.
A medida que van pasando los días de este encierro impuesto por las autoridades como medida de prevención necesaria para impedir la expansión de la epidemia, la cuarentena va mermando las fuerzas. Como es lógico, lo hace de manera más profunda en las de aquellos que se han visto separados de sus familias o han vivido la experiencia de la muerte de un ser querido sin poder despedirse de él o sin ni siquiera conocer a dónde han ido a parar sus restos mortales. En una revisión de otras cuarentenas, la Organización Mundial de la Salud (OMS) o el Centro de Control y Prevención de enfermedades de Estados Unidos han estudiado los impactos negativos que produce el aislamiento forzoso, su prórroga o la incertidumbre sobre el futuro venidero, en la salud mental y psicológica de la población. Pero dejando de lado por un momento esos efectos, resulta incuestionable que el confinamiento forzoso tiene el efecto positivo de hacernos conscientes del valor de nuestra libertad: el poder salir o entrar en nuestras casas a voluntad, caminar por las calles, ir al campo, a la playa o al monte.
A medida que pasan los días de encierro tomamos más consciencia del valor inmaterial de esa libertad tan primaria y animal como la que impulsó a los primeros homínidos a aventurarse desde el continente africano a los confines del planeta. Comenzamos a valorar actividades y experiencias que hasta ahora dábamos por supuestas, como caminar por la montaña, darnos un baño en el mar o, sencillamente, dar un beso a nuestros padres ya mayores o compartir con nuestros amigos una caña o un vino. Es por eso que, estaremos de acuerdo en que la primera vez que podamos volver a hacer esas sencillas actividades las disfrutaremos de manera singularmente consciente.
El confinamiento forzosos tiene el efecto de hacernos conscientes del valor de nuestra libertad
Además de valorar esas experiencias cotidianas y la libertad que las hace posibles también resulta indudable que el confinamiento nos permite tener más tiempo para leer libros, escuchar música o ver películas que llevaban tiempo esperando su momento o que, por el contrario, han aparecido ante nosotros de manera casual durante el encierro. Muchas de ellas son creaciones valiosas de otros seres humanos cuyo conocimiento nos permitirá salir del confinamiento algo más sabios, más sensibles, más tolerantes y conocedores de nosotros mismos.
Entre las películas que merece la pena ver y reflexionar sobre ella en estos días se encuentra la miniserie Unorthodox, que acaba de estrenarse en Netflix. La historia está basada en la vida real de Deborah Feldman, una joven que nació y creció en un barrio judío de Nueva York bajo la educación represiva de una secta ultraortodoxa del judaísmo jasídico que se rige por un sinfín de estrictas normas opresoras del libre desarrollo de la personalidad. Sobre todo, en el caso de las mujeres, cuyo estatus en la comunidad se limita a ser una «máquina» de procrear.
A diferencia de la protagonista de la serie, que se refugia en la música, Feldman se inspira en las lecturas de Jane Austen y Louisa May Alcott para, no sin gran esfuerzo, abandonar ese mundo opresor. La autora escribió su propia experiencia en un libro autobiográfico –Unorthodox. The Scandalous Rejection of My Hasidic Rootsy (Nada Ortodoxo. El escandaloso rechazo de mis raíces jasídicas)– y a partir de ahí Winger y Alexa Karolinski escribieron el guion de la miniserie que dirige Maria Schrader (directora también de Stefan Zweig: Adiós a Europa). Esta se desarrolla en dos espacios y dos tiempos. El primer escenario es el pasado, que nos va narrando con detalle la petición de mano y la boda jasídica de Esther Shapiro, (que interpreta de manera magistral la actriz judía Shira Haas), las relaciones conyugales íntimas con su marido Yanky Shapiro (interpretado por Amit Rahav) y las dudas y miedos que la acechan hasta que toma la decisión de huir a Berlín, embarazada después de un consumado y doloroso yacimiento carnal. El segundo, nos muestra la vida de Esty –apelativo de Esther– desde su llegada a Berlín, una ciudad cosmopolita y multirracial donde vive su madre, que quince años atrás le precedió en esa búsqueda de la vida en libertad, pero a la que no veía desde los tres años.
La historia de Esty en la comunidad jasídica sigue –según se explica en el making of de la película accesible en Netflix– fielmente la historia de Feldman. Sin embargo, la huida a Berlín y el intento de desarrollar en la ciudad alemana libremente su vida y su vocación musical, enfrentándose al lastre emocional que lleva consigo, es ficcionado. No lo son los sentimientos de la protagonista, ni su fragilidad, ni su determinación.
La serie tiene pasajes de una intensidad bellísima, como cuando recién llegada a Berlín, Esty se baña vestida en el lago Wannsee, enfrente de la casa donde el 20 de enero de 1942, quince altos cargos de la SS y varios ministros nazis tomaron la decisión de poner en marcha «la solución final» para el exterminio del pueblo judío. Frente a esa decisión, de la que se derivó uno de los hechos más vergonzosos de la historia del pueblo alemán, el baño de Esty tras despojarse de su peluca –las mujeres de la secta jasídica Samart debían raparse las cabezas– es la imagen de su decisión firme de enfrentase a lo desconocido, vencer los miedos y renacer a una vida en libertad dolorosa pero esplendorosa.
También muy intensa resulta la despedida de su esposo, cuando este, tras dar con Esty en Berlín intenta convencerla de que vuelva a casa y se corta sus peiot, (el término se refiere al cabello que crece entre las orejas y la sien y en ciertas sectas ultraortodoxas como las jasídicas, los hombres nunca las cortan, siguiendo literalmente el dictado La Torá) y ambos terminan llorando abrazados. Una imagen de un deseo ya imposible, pero que nos hace ver cómo el marido era tan solo una víctima más del entendimiento radical de la religión impuesto por la comunidad en la que se crió y vivió aislado.
La serie refleja las consecuencias de entender la religión solo como un conjunto de reglas
Una serie extraordinaria que nos enseña fielmente cómo se desarrolla la vida de una comunidad ultraortodoxa judía, cuáles son sus ritos, costumbres. Asimismo, la obra refleja con gran esmero y detalle el papel tan limitado y secundario que tienen las mujeres en la comunidad. No solo en el vestuario, los bailes, los ritos, sino en el idioma empleado por los actores (en buena parte de la serie los actores hablan en yiddish, una lengua mezcla del hebreo y el alemán que se desarrolló en la Europa Central y del este partir de la edad media y que es utilizada aún hoy por los judíos ultraortodoxos). Pero, más allá del esfuerzo por reflejar fielmente la vida y costumbres de la comunidad jasídica, la película refleja a la perfección la indefensión psicológica y el trauma que sufren aquellos que pretenden descubrir por sí mismos su propio papel en el mundo. Refleja la consecuencia de una religión entendida no como una brújula que ayuda a cada persona a encontrar su propio camino en libertad, sino como un conjunto de reglas que regulan la vida entera de sus fieles hasta en sus más nimios detalles y suprimen la esencia de la propia personalidad. En definitiva, son normas que delatan un total recelo hacia la libertad individual y forjan una cadena que asfixia a la persona, muchas veces incapaz de liberarse del orden impuesto; pues, como explica Gustavo Bueno en El sentido de la vida: seis lecturas de filosofía moral, parafraseando a Erich Fromm, «la angustia o el miedo a la libertad puede llegar a conducir, paradójicamente, al deseo de tener un amo, al deseo de un orden rígido y autoritario, inspirado por la dulzura de obedecer».
Esa cadena que supone la religión así entendida se hace más férrea, si cabe, cuando el poder religioso se confunde con el poder político y la fuerza coercitiva del Estado se emplea con todos sus medios frente al disidente. Ejemplos de estados teocráticos hay muchos; desde la antigüedad hasta nuestros días. En estos últimos tiempos han sido los estados islámicos los que representan su exponente más patente; entre ellos, con particular rigor, el régimen iraní de los ayatolás, la República de Afganistán con los talibanes o, por encima de todos, el autodenominado Estado Islámico de Irak y Siria, de naturaleza fundamentalista yihadista, máxima expresión de un sistema político-religioso represor de la libertad de conciencia.
En Occidente las ideas ilustradas llevaron a la separación de Iglesia y Estado
Frente al teocentrismo se alzó en Occidente el renacimiento y más tarde la ilustración. Y las ideas ilustradas llevaron consigo la deseable separación de lglesia y Estado. Igualmente, el imparable avance científico-técnico ha traído consigo una concepción del hombre al margen de Dios o, incluso, «al modo de Dios»: capaz de entender todas las cosas y de conseguir incluso su propia inmortalidad. Esa concepción ha conllevado, en Occidente, a la marginalidad de las religiones.
Sin embargo, la pandemia del COVID-19, ha puesto de manifiesto nuestra vanagloria y ha llevado a muchas personas –ante la constatación de la propia limitación del ser humano para enfrentarse a ella– a retomar la práctica religiosa. Pero al margen de estas constataciones existe un movimiento internacional patrocinado por Religiones por la Paz y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) que, uniendo sus fuerzas, han puesto en marcha la Iniciativa mundial interconfesional Fe en acción contra la COVID-19.
La iniciativa refleja las funciones únicas y decisivas que desempeñan los dirigentes y agentes religiosos a la hora de influir en los valores, actitudes, comportamientos y acciones que afectan al desarrollo y el bienestar de los niños del mundo. Coordinada por la Asociación Mundial Sobre La Fe, en la que participan los Consejos interreligiosos de Religiones por la Paz, incluye a altos dirigentes de las tradiciones religiosas y espirituales del mundo: bahai, budismo, cristianismo, hinduismo, islamismo, jainismo, judaísmo, sijismo, zoroastrismo y espiritualidad indígena. Además, integra también redes interreligiosas de jóvenes y mujeres en colaboración con la Iniciativa para el Aprendizaje Conjunto de las Comunidades Confesionales Locales (JLI, Joint Learning Initiative on Faith and Local Communities), de las que son miembros numerosas organizaciones confesionales internacionales.
Esta iniciativa mundial hace un llamamiento a todas las comunidades del mundo para que, junto con los gobiernos, las entidades de las Naciones Unidas y las organizaciones de la sociedad civil en general, unan sus fuerzas con el fin de eliminar todas las formas de estigmatización y discriminación asociadas a la transmisión del virus mediante la promoción activa de actitudes y comportamientos que defiendan la dignidad y los derechos de todas las personas. Con ello se pretende demostrar una unidad interconfesional a escala mundial capaz de generar esperanza y solidaridad con el fin de garantizar la supervivencia, la protección y el desarrollo de nuestros niños y niñas, familias y comunidades.
Sin duda, el diálogo entre fe y razón, humanismo y religión, y el diálogo interreligioso son muestras de un nuevo modo de entender la religión, no como un conjunto de normas que constriñen la libertad del hombre, sino como un medio al servicio del hombre y del fin común de construir entre los creyentes de todas las religiones y los no creyentes, un mundo mejor.
Artículo piblicado en Ethic
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