José Miguel Mulet, Universitat Politècnica de València
Una de las principales fuentes de emisiones de gases de efecto invernadero es la agricultura y la ganadería. Por lo tanto, nuestras decisiones a la hora de alimentarnos pueden tener un impacto significativo para reducir nuestra huella en el planeta.
La revista The Lancet publicó en 2019 un artículo que analizaba todas las variables y sacaba una especie de dieta de consenso, que bautizó como “dieta sana planetaria”. Esta tenía en cuenta factores como la salud, pero también la emisión de gases de efecto invernadero y el impacto sobre la biodiversidad.
El resultado es una dieta flexitariana, de base vegetariana en la que pueden aparecer productos animales como pescado y, raramente, carne.
Es complicado encontrar una solución global para todo el planeta dados los condicionantes respecto a la producción de alimentos. Un tomate puede tener muy bajo impacto ambiental en Almería y muy alto en Estocolmo. La dieta más beneficiosa para el planeta no puede ser algo universal y hay que hacer ajustes en cada zona, pero es una buena aproximación.
Otros aspectos relacionados con la alimentación, como evitar el desperdicio de alimentos y tratar de consumir productos de cercanía o de temporada están, en general, fuera de discusión. Aun así, la producción local es matizable: puede tener menos impacto ambiental un tomate de Almería llevado en camión a Estocolmo que uno producido allí en un invernadero con calefacción todo el año.
¿Es mejor lo ecológico?
Hay un aspecto de este debate que suscita mucha controversia, como es el hecho de si la comida ecológica es mejor para el planeta. Algunos sostienen esta tesis, pero un análisis riguroso de este tema indica justo lo contrario.
Por ley, para que un alimento pueda ser considerado ecológico debe de haberse producido según un reglamento de producción ecológica. Esto tiene que haber sido acreditado por una empresa certificadora que le otorga el sello (en Europa, el relieve de una hoja hecho con estrellas blancas sobre un fondo verde).
Si leemos el reglamento vemos que no habla de impacto ambiental, emisiones o huella hídrica o de carbono. Simplemente regula el tipo de insumos que se pueden utilizar en el cultivo, admitiendo solo los que son de origen natural. Esto de por sí ya no tiene sustento científico, puesto que las propiedades de cualquier compuesto dependen de su composición, no de su origen. También recoge otros elementos más controvertidos como el uso de la homeopatía o de la agricultura biodinámica.
Tampoco se regula el uso de frutas o verduras en temporada ni el transporte de alimentos, con lo que varios de los aspectos que más incidencia tienen en el impacto de un alimento quedan excluidos. Eso permite que manzanas de Chile y kiwis de Nueva Zelanda puedan ser considerados ecológicos.
A pesar de no tener base científica, ¿pueden estas prácticas aportar algún beneficio ambiental? El primer problema que nos encontramos es la caída de producción. Cualquiera que haya consumido alimentos ecológicos habrá notado su elevado precio, debido principalmente a la necesidad de compensar las pérdidas de producto.
Esto implica que si toda la producción se convirtiera en ecológica necesitaríamos más tierra de la disponible para poder seguir alimentando a la población. Además, aumentaríamos las emisiones de gases de efecto invernadero, como han señalado varios estudios y metaanálisis.
Otro de los aspectos que incide en el alto impacto ambiental de la producción ecológica es que el propio reglamento prohíbe explícitamente el uso de técnicas de mejora genética como los transgénicos y CRISPR, o el uso de cultivo hidropónico.
Ambas tecnologías pueden aportar beneficios ambientales como evitar el uso de pesticidas y aumentar la producción sin incrementar el uso de suelo. De hecho, incorporarlas a la producción ecológica evitaría muchos de los problemas que presenta en la actualidad.
Algunos estudios han visto que el impacto de la producción convencional es aparentemente mayor cuando se incorporan en el cálculo el coste energético de la producción de insumos, principalmente del fertilizante nitrogenado, ya que esta es elevada.
Sin embargo, obvian que eso depende del “mix energético” (la combinación de fuentes de energía primaria que se utiliza en una zona geográfica): en países donde este no dependa de combustibles fósiles, sino de fuentes con bajas emisiones de carbono como las energías renovables o la energía nuclear, el cálculo vuelve a ser muy favorable a la producción convencional en este aspecto concreto.
Por lo tanto, a día de hoy, ninguna evidencia científica permite decir que el consumo de productos con el sello ecológico sea mejor para el planeta. Si quiere salvar el producto, coma más fruta y verdura de temporada y olvídese de los sellos.
José Miguel Mulet, profesor titular del departamento de Biotecnología, Universitat Politècnica de València
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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