Ante la incapacidad de Madrid y otras grandes capitales para acoger la inmigración masiva de las zonas rurales durante la posguerra, se impuso el modelo físico de la vivienda de alta densidad. Así ganó la especulación del suelo
Por Begoña Marín
Ahora que vemos el final podemos decirlo sin ahogarnos: los españoles lo hemos pasado especialmente mal durante el confinamiento. Hemos estado encerrados en bloques de pisos pequeños con poca luz y, en algunos casos, mala ventilación. España es el país de la Unión Europa con el mayor porcentaje de población viviendo en un apartamento, un 66% frente al 40% de la media o el casi 20% de países como Reino Unido y Holanda, según el último informe del Eurostat. Muchos de nuestros vecinos europeos han pasado la cuarentena en su jardín o terraza, con espacio para respirar y vistas más allá de otro bloque de ladrillos. Pero ¿por qué vivimos en colmenas?
Salvador Pérez Arroyo, arquitecto español catedrático honorario de la Universidad de Londres, vive desde hace más de 12 años fuera de nuestro país. Se mudó a Asia y ahora vive en Vietnam, donde es Premio Nacional de Arquitectura 2015 por su edificio del Museo de la Historia y la Biología de la bahía de Ha Long. Ha diseñado planes para ciudades nuevas en Laos, Birmania, Tailandia o Singapur y algunos de sus proyectos, como el teatro y centro múltiple situado en el lago Mayor de Italia, han sido considerados como los mejores edificios construidos en el mundo según el Chicago Museum y el European centre of Architecture. Todo ello le otorga una perspectiva única para arrojar luz a esta cuestión.PUBLICIDAD
«Recordemos la filmografía española de la época», señala. «Las películas de Fernando Fernán Gómez, como El pisito, o la imagen del paleto que emigra a la ciudad donde es timado. El campesino convertido en obrero que acaba construyendo la vivienda que después comprará con un crédito o una ayuda estatal», indica Arroyo.
Para entender a estos personajes es necesario remontarse a los años cincuenta, después de la guerra y bajo la dictadura de Franco, cuando los españoles abandonaron en masa el campo para irse a vivir a la ciudad. Por aquel entonces la aspiración de muchas familias era tener una casa en propiedad para desarrollarse, un valor que fomentaba el régimen franquista. En ocasiones las inauguraciones de los bloques de viviendas incluían ceremonias y la bendición de un cura.
«El Plan de Estabilización Económica en 1959, junto con las concesiones laborales para evitar conflictos sociales hicieron crecer a las clases medias y obreras más cualificadas, convirtiéndolas en clientes ideales del mercado de la vivienda, que se transformaría en un motor de la economía y un foco inflacionario», explica Arroyo. La alta inflación empujó a los ciudadanos a invertir en inmuebles para garantizar la permanencia de sus ahorros o para unirse al juego de la especulación.
«Es decir, nuestra economía es como el tren de los hermanos Marx devorándose a sí mismo para correr a gran velocidad. Al subir la demanda del suelo aumentaron sus precios hasta el tope de la capacidad adquisitiva empobreciendo la calidad constructiva. Ningún gobierno desde la muerte de Franco sabe oponerse a este fenómeno de autofagia».
El modelo físico fue desde el principio el de la ciudad en altura: viviendas pequeñas con pocas dotaciones. Un prototipo que se extendió a los mismos pueblos que habíamos abandonado. Posteriormente y hasta nuestros días mejoró el panorama con mayor calidad constructiva y de diseño, aunque un afán crecientemente especulativo. «Pero no se han creado fórmulas nuevas de territorio y el diseño de infraestructuras sigue con pereza a los proyectos de especulación, obligando a los inversores a luchar a muerte por los solares ya comunicados y calificados, empujando de nuevo sus precios al alza escatimando en metros y zonas verdes», apunta.
Prohibida la entrada a Madrid a quien no tenga un piso
Carlos Sambricio, catedrático de Historia de la Arquitectura y del Urbanismo en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid (ETSAM), tiene un conocimiento profundo sobre el crecimiento urbano en España. En su artículo La vivienda en Madrid, de 1939 al Plan de Vivienda Social (1959) ofrece un interesante análisis e importantes datos de contexto.
Madrid albergaba en 1750 a 160.000 habitantes, en 1850 reunía a 280.000 personas y en 1950 contaba con ya 1.618.000. Tras la Guerra Civil, la fuerte avalancha migratoria tuvo como consecuencia el hacinamiento de quienes llegaron buscando trabajo. Ante la dramática situación económica optaban por la construcción de cuevas, chozas y chabolas en núcleos suburbiales.
La revista Semana publicaba en un reportaje: «Ya somos dos millones de habitantes en este Madrid inefable. ¿Y ahora qué hacemos?… Constituimos una urbe que comienza a ser monstruo, por lo que no es de extrañar que sus problemas sean monstruosos…». El Gobierno optó por una medida drástica y en 1957 publicó un decreto negando la entrada a Madrid a cualquiera que no tuviera una vivienda. En las estaciones de ferrocarril la policía devolvía al lugar de origen a quien no tuviese domicilio.
Una familia por habitación
Ante la incapacidad del Estado para hacer frente a esta crisis y el desinterés del capital privado en construir en un suelo no rentable por la escasa capacidad adquisitiva de la emigración, el Instituto Nacional de la Vivienda (INV) obligó a las empresas con un mínimo de trabajadores a construir viviendas para sus empleados. Era necesario que los chabolistas realizaran una contraprestación para la adquisición de su vivienda y, por ello, en ese mismo año aparecía la Ley de Vivienda de Renta Limitada, punto de partida de un Plan Nacional de Vivienda.
Por los datos publicados en Gran Madrid sabemos que, en 1948, cada vivienda de los suburbios alojaba por término medio a nueve personas o, si se prefiere, que dos familias (una en cada habitación) vivían hacinadas en una modestísima vivienda. Y como el propio INV afirmaba que solo era posible construir viviendas para quienes tuviesen ingresos mensuales superiores a 150 pesetas (cantidad inalcanzable en la época para muchos) la responsabilidad recaía en el Estado.
Tras conflictos de intereses con las inmobiliarias y problemas por el coste de la construcción, en 1952 se aprobó el llamado Plan Fanfani, que tomó como modelo a Italia. La Obra Sindical del Hogar formuló tres categorías de vivienda económica (reducida, mínima y de tipo social) y se propuso construir 10.000 hogares de tipo social al año. De aquella propuesta apenas se ejecutó la mitad y la mayoría de ellas correspondían a viviendas de categoría superior consideradas «de lujo», que fueron financiadas con los fondos de las viviendas de tipo social.
«No tenemos derecho a seguir encajonando a nuestras familias»
En 1949 el Colegio de Arquitectos de Madrid convocó un concurso de propuestas para viviendas de renta reducida al que se presentaron, entre otros, Fisac y Miguel García Monsalve. Fisac partía de lo que llamaba una “familia tipo”, compuesta por los padres, dos hijos y dos hijas. Existía la voluntad de modificar el tipo de viviendas utilizado hasta el momento.
Se presentó como modelo el espacio interior de la arquitectura estadounidense, que en esos momentos se empezaba a difundir. Cuando el arquitecto F.J. Barba critica el pasado reciente señala: «[…] No tenemos derecho a seguir encajonando a nuestras familias. Ha llegado el momento […] de acabar con la manzana cerrada, el patio cerrado y las profundas casas entre medianeras. Ha llegado el momento de la verdadera arquitectura urbana».
En 1954 se publicó la Ley de Viviendas de Renta Limitada, que establecía una clara diferencia entre las de protección oficial y las del mercado libre. La ley tenía como objetivo englobar todas las tipologías de viviendas (desde las destinadas a las clases acomodadas hasta las “ultrabaratas”), y limitaba los precios de venta y alquiler.
La norma planteaba también dos tipos de vivienda: la reducida, de entre 60 y 100 m2 y un coste de 1.000 pesetas/m2, y la mínima, con una superficie de entre 35 y 58 m2 y un precio aproximado de 800 pts./m2. Se obligaba a que las viviendas de tipo social no formaran bloques abiertos, prohibiendo los patios y se planteaba la necesidad de modificar las construcciones en dos plantas, abriendo la posibilidad a edificaciones en altura.
Y se establecieron cuatro tipos de núcleos urbanos bien distintos, denominados «poblados dirigidos», «de absorción», «mínimos» y «agrícolas». Los poblados se trazaron donde existía suelo barato. Ajenos a la imagen pintoresca de la arquitectura española, poco a poco estas nuevas viviendas económicas se apartaron de los modelos definidos por la OSH o el INV debido a su alto costo.
«Un país de propietarios, no de proletarios»
En 1957 se produjo un cambio en el Gobierno que afectó a la política de vivienda: se creó el Ministerio de la Vivienda y se nombró titular de la cartera al arquitecto José Luis Arrese. Arrese implantó una política de propietarios. «Hagamos un país de propietarios, no de proletarios» era la frase más repetida.
«Frente a la política de vivienda económica entendida como cuestión de Estado, Arrese defendía que la casa fuese un asunto privado», explica Sambricio. «Frente a una Comisaría que ordenaba suelo y fijaba dónde llevar a término cada intervención, cada promotor iba a poder actuar libremente allá donde dispusiera de suelo; frente a la discusión iniciada por Fisac sobre si convenían viviendas unifamiliares o viviendas en hilera de dos a cuatro alturas, Arrese proponía edificios de 11 o 13 plantas, retomando el debate sobre el edificio en altura».
A partir de 1960 –indica Sambricio– «la arquitectura olvidó el debate sobre la vivienda y abrió las puertas a una cultura donde primaba el monumento; la búsqueda de la singularidad o de la originalidad [que había primado antes de la Guerra, con elementos decorativos y regionalismos en el diseño arquitectónico] dejó de nuevo de lado el largo camino recorrido por quienes pusieron el foco en la funcionalidad de la vivienda. La especulación inmobiliaria ha hecho el resto y se han construido viviendas incluso de peor calidad que las proyectadas en el franquismo». Esto ha provocado que los españoles soñemos con vivir en un chalé en una urbanización con piscina.
Los pisitos en el pueblo
Las políticas de aquellos años hicieron mella en toda la geografía. Los modelos aplicados para resolver la masificación en ciudades como Madrid «se repitieron indiscriminadamente en los núcleos más pequeños sin atender a particularidades de ningún tipo y menos a condiciones locales que sencillamente no interesaban», explica Ramón Araujo, director del Máster de Construcción y Tecnología en la ETSAM. «Esto explica lo desproporcionado de la altura de los edificios en muchas ciudades pequeñas».
Además, «la vivienda de baja densidad, que había sido muy importante en la reconstrucción inmediata de la posguerra, sobre todo en los pueblos franquistas del Instituto Nacional de Colonización, fueron un fracaso y yo creo que se quisieron olvidar». Por último, Araujo señala que «la vivienda en bloque era una herramienta que se prestaba maravillosamente a la especulación y fue el maná para los promotores. No se debe olvidar que, desde entonces, España vive del ladrillo».
En defensa de la altura con honestidad
Con todo, el sueño de la vivienda unifamiliar está para Araujo equivocado. Él es un «defensor a ultranza de la ciudad en altura, que es el modelo moderno. La veo –como la vieron los arquitectos del Movimiento Moderno– como una solución inevitable al crecimiento de la ciudad. Si no se desarrollan en altura, ciudades como las nuestras alcanzan una extensión que lo devora todo, tipo Los Ángeles».
«Lo que ocurre», apunta, «es que cuando nuestros modernos defendieron la ciudad en altura, planearon para ella un tipo de pisos que hiciera del piso una solución mejor que la casa aislada o en hilera. Se proyectaron soluciones de dimensiones razonables y eficientes, muchas en dos plantas con doble altura, siempre con amplias vistas sobre un entorno que se quería muy ajardinado, estupendamente orientadas para disfrutar del ciclo solar y –sobre todo–, con una amplia terraza que dotara a la vivienda de un espacio al aire libre y la protegiera del exceso de calor. En cierto modo, el modelo eran villas en altura. El mejor ejemplo de todo esto son las soluciones de Le Corbusier».
Pero el problema, como hemos visto, es que tras la Guerra hubo una urgente necesidad de viviendas de bajo coste y pronto el modelo ideal fue dando paso a una casa convencional. A pesar de todo, añade Araujo, «en aquellos años la vivienda conservaba el recuerdo de las ideas modernas. El modelo de vivienda de clase media-alta en España fue el desarrollado sobre todo por Luis Gutiérrez Soto, que hoy caracteriza el Ensanche de Madrid: viviendas amplias que disponían de generosas terrazas. Incluso los barrios de vivienda social del franquismo nos resultan hoy más que dignos a pesar de su inevitable precariedad tecnológica, y en la mayoría de los casos se planearon barrios muy abiertos, ajardinados y con un gran protagonismo de la terraza al aire libre».
En los últimos años la vivienda de pisos ha terminado de degenerar en España «como consecuencia del nivel de especulación inmobiliaria y una política dirigida a favorecerla, hasta el extremo de permitir que en algunas ciudades se consideren como viviendas los locales a pie de calle, algo que hubiera sido inconcebible incluso en los años más sórdidos de la ciudad industrial».
Además, explica Araujo, «al convertir la vivienda en un negocio, se ha transformado a cada propietario en un pequeño especulador. En toda España se han cerrado las terrazas de las viviendas –¿quién se resiste a tan suculento incremento patrimonial?–, generando no solo la falta de un espacio vital, sino provocando unos problemas brutales de sobrecalentamiento, exigiendo aire acondicionado y aumentando el hermetismo de la vivienda. De paso, los españoles podemos presumir de unas ciudades tercermundistas en las que la propiedad privada puede destrozar el paisaje urbano».
«Yo creo que los diferentes modelos urbanos pueden ser eficaces si se desarrollan con honestidad. La tendencia de nuestro país a la concentración y a la centralidad tiene sus razones en la tradición de la ciudad mediterránea y la vida en la calle. Por su parte, el modelo anglosajón deriva de la Ciudad Jardín del siglo XIX, una idea de gran importancia que en España hemos malinterpretado y convertido en nuestros horribles barrios de casas adosadas, pero que en Europa ha dejado barrios espléndidos», concluye Araujo.
Artículo publicado en El País
No responses yet