Hace un tiempo, cuando las colas del supermercado se hacían sin distancia social (ni discreción alguna), oí a una madre de dos hijos comentar algo a la paciente cajera. La cuestión: aunque ya habían pasado más de seis meses desde que había cumplido los 50, se encontraba bien de salud.
Por lo visto, no parecía percibir el paso del tiempo de manera muy acusada. Hasta esa misma mañana. Fue entonces cuando sintió que todos los años le habían caído de golpe encima.
Relataba esta mujer que uno de sus hijos se había olvidado algo en casa justo cuando ya iban de camino al colegio. Al darse cuenta, tuvieron que regresar a toda prisa a por ello.
Entre sorprendida y resignada, la madre narraba cómo, cuando quiso echar a correr, sus músculos cometieron la desfachatez de no obedecerla. Esta vez, había sido incapaz de alcanzar la deseada velocidad de crucero. La misma que en tantas otras ocasiones le había permitido ser puntual cuando el tiempo corría en su contra.
Semejante “bajada de brazos” de su aparato locomotor le obligó a replantearse el tan recordado eslogan “No pesan los años, sino los kilos”. Pero no. Ella percibía que lo que pesaba, en efecto, no eran los años: era la inactividad física.
Uno de los grandes estudiosos del entrenamiento deportivo, Kazimierz Fidelius, estableció un modelo clásico biomecánico. En él se concebía al ser humano como una “biomáquina” conformada por tres grandes sistemas.
Primero, el de dirección, representado principalmente por el cerebro. En segundo lugar, el sistema de alimentación, conformado por todos los órganos implicados en los procesos de transformación de energía. Por último, el denominado sistema motor, el aparato locomotor.
De acuerdo con Fidelius, el movimiento sería el responsable de que estos se perfeccionasen y retroalimentasen. Se lograría así una mejora de la condición física y, por tanto, de la salud.
La modernidad hace más prescindible el movimiento
Cuando se emplean los avances del “hombre moderno” para suplir al aparato locomotor, se anula la necesidad de generar movimiento para desplazarnos.
Esta estrategia está cada vez más de moda. Ya no sólo mediante el empleo de vehículos a motor, también con la proliferación de aparatos como los patinetes eléctricos. Su uso entre la población más joven debería desaconsejarse por invitar a la inactividad física desde edades tempranas.
También se incrementa el riesgo de padecer las conocidas como enfermedades hipocinéticas. Son aquellas en cuya aparición la inactividad física juega un papel fundamental. Es el caso, entre otras, de la obesidad, la hipertensión o la diabetes tipo II.
Estas patologías, que forman parte de la carta de presentación de la entrada en la tercera edad, hoy hacen su debut mucho antes de lo esperado. Dan lugar al concepto de envejecimiento adquirido, en el que la escasez de actividad física desempeña un papel protagonista.
Fue a mediados del siglo pasado cuando Jeremy Noah Morris, médico, planteó las primeras hipótesis relacionadas con los efectos de la actividad física en la salud. El investigador halló que los cobradores de los autobuses de dos plantas presentaban una reducción de hasta un 30% en el riesgo de enfermedad cardiovascular en comparación con los conductores. El motivo: subir y bajar escaleras.
A partir de este momento, numerosos estudios han ido confirmando los beneficios de la actividad física en los principales órganos y sistemas de nuestro cuerpo.
Cómo repercute la actividad física en nuestro organismo
Así, en lo que se refiere al sistema nervioso, la evidencia científica indica que las personas que han llevado una vida activa tienen menor riesgo de padecer demencia. Del mismo modo, estudios longitudinales señalan que las posibilidades de padecer cáncer parecen verse atenuadas ante un estilo de vida activo.
A nivel cardiovascular, contribuye a que el corazón se fatigue menos. Gracias a la actividad física, este órgano bombea más sangre en cada latido. Por lo tanto, necesita latir menos veces por minuto para proporcionar oxígeno a todo el organismo.
Si además la actividad es de cierta intensidad, incrementa la capacidad de los pulmones para absorber y transportar el oxígeno, retrasando la aparición de la fatiga.
Las fibras musculares, por su parte, mejoran su vascularización. Esto favorece la captación de glucosa, disminuyendo la concentración de la misma circulante. Es decir, hay un mayor control del llamado “nivel de azúcar en sangre”.
Existen otras adaptaciones generadas gracias a la actividad física. Por ejemplo, mayor absorción de calcio por parte de los huesos, que disminuye el riesgo de presentar osteoporosis.
También la movilización y posterior oxidación del tejido adiposo (grasa) para convertirlo en energía. Es un proceso que ayuda a controlar el peso corporal.
Además, aumenta la elasticidad de las arterias, contribuyendo a reducir la hipertensión, e incrementa la liberación de opiáceos endógenos (como la endorfina), que favorecen la sensación de bienestar.
Sin embargo, poco se sabe sobre lo que ocurre cuando las personas que son activas dejan de serlo.
Pérdida de actividad
Existen estudios que han confirmado la reversibilidad de los beneficios de la actividad física en ausencia de la misma. Entre otros, se pierde masa ósea y muscular, se aumenta de peso o se deteriora la capacidad cardiorrespiratoria.
Ahora bien, la gran mayoría de estas investigaciones se realizan en personas que han estado sujetas a periodos de inmovilización (pacientes encamados), astronautas o deportistas de élite. Por ello, los resultados no son transferibles a la población general.
Para poder identificar con más o menos claridad qué ocurre cuando una persona que ha sido activa deja de serlo es necesario diseñar un estudio de cohorte longitudinal. Hacer un seguimiento a un grupo poblacional durante un periodo determinado.
En él se debería recoger información sobre el nivel de actividad física que una persona realiza, pero también de otras muchas variables ligadas a su estilo de vida y salud. Es el caso de los hábitos de nutrición, sueño o trabajo, así como el control de las distintas patologías de los participantes durante el estudio.
Obtener datos sobre la cantidad de actividad física realizada es una tarea complicada. Por lo general, se emplean cuestionarios a los que no todo el mundo sabe contestar correctamente. Además, están sujetos a importantes errores de estimación.
La solución pasa por el empleo de acelerómetros, que monitorizan la cantidad de actividad física realizada de manera objetiva.
Sin embargo, para poder determinar el nivel de actividad o su disminución, los participantes tendrían que portar la herramienta durante todo el estudio. Como mínimo, durante intervalos previamente establecidos.
El posterior análisis estadístico también sería complejo. Al fin y al cabo, deberían aislarse los factores que pudiesen influir indirectamente sobre el estado de salud. Y no solo eso, también la propia actividad física a realizar.
Por: Carlos Ayán Pérez, The Conversation
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